14 de abril de 2004

Analfabetismo generacional

Jamás había contemplado la brecha generacional en tal magnitud que en mis conversaciones con mi hijo de 10 meses. Por más que me esfuerzo en comprender sus palabras, sus largas peroratas sobre el estado anatómico de sus manos, que observa fijamente durante breves lapsos de profunda meditación, me suenan a un idioma muerto o perdido en las eras pasadas. Luego me doy cuenta de mi egocentrismo, y debo advertir que mi ego es enorme aunque no se note a primera vista, y debo aceptar que el único ser del pasado en este diálogo de dos soy yo. Así que pienso que por alguna ignota razón el conocimiento del buen español parece estar perdiéndose y me entra la angustia, la misma que debe atenazar a las viejas secretarias, añosas, caducas, llenas de arrugas, lunares y verrugas. Las mismas que abren la cartera mohosa para sacar una enorme lima y se pulen las uñas durante horas. Hablando y riendo, soñando en la pensión, en el gato y en el color de las cortinas del baño o la cocina; pero temiendo a cada instante la llegada de la caja olorosa a cartón, a plástico recién fundido, nueva, limpia y pulcra con una computadora adentro. Tiemblan, temen, sufren, se les retuercen las tripas con los gases del horror mórbido a lo desconocido, con el bloqueo mental a pulsar el encendido y trabajar frente a una pantalla de televisión; porque para ellas las pantallas sólo sirven para las novelas. Analfabetismo funcional, le dicen; pero el mío es como el de aquel personaje de la querida Dimensión Desconocida que de buenas a primera olvida el idioma y debe comenzar a aprenderlo de nuevo... y todo esto porque los ta da da de Jorge Luis me parecen iguales cuando se ríe y señala a Moria que cuando llora por el tetero de las 11.

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