Todo el mundo siempre me ha dicho que apague las luces.
Lo comenzó diciendo mi madre y al poco tiempo también mi padre, cuando apenas yo sabía contar hasta cinco. Luego mi hermana me lo gritaba tantas veces desde la habitación del frente, cuando la madrugada era más fría, que terminaba por azotarle la puerta sin importarme dejarla sola en la oscuridad. Siempre fueron los zumbidos de los mosquitos que deseaban la quietud nocturna en aquel apartamento de soltero. Después fue una esposa que necesitaba la intimidad de una noche total. Hasta mis hijos lo comentaban desde el pasillo, intercambiando miradas nerviosas, cuando me veían frenético cambiar la bombilla quemada. Ahora no queda nadie, salvo esa voz que me susurra quedamente.
Apagar las luces, dejar a las sombras el derecho sobre estas horas.
Pero no, no quiero que aquello entre, campeando en las tinieblas, y duerma en mi habitación.