Era un artista de la esgrima. En los salones aristocráticos el mundo lo veía a él con envidia, a su espada, con temor. Caminaba despacio, prisionero del lento transcurrir del tiempo, sintiendo las miradas congeladas en su nuca, los alientos contenidos sobre el filo de la hoja de metal; cercado por los murmullos callados de la multitud. Sufría, lo atormentaba el que nadie apreciara su arte. Aquello que admiraban era un opaco reflejo de la realidad. Su maestría sólo podía ser apreciada por sus adversarios, disfrutada al máximo en el preciso instante en que el acero penetraba sus corazones. Lo demás era superfluo, banal: las fintas, los envites, los estoques al aire, el choque de las espadas. No había en ello la menor gloria, no había arte; no existía virtud en la escaramuza previa al desenlace. Pero allí, en el momento final, en la comprensión del error cometido, con el terror devorando el cerebro, cuando la punta certera esquiva el bloqueo y avanza inexorabble. En ese instante exquisito, de gloria, de entendimiento, el rival admira su destreza con humildad y acepta. Luego llega la muerte y el olvido.
Nadie comprendía realmente su arte y por eso él los aborrecía. Solamente era un artista, sólo eso.
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