4 de junio de 2004

Bichos raros los tririos

El sol secante abrasa mis cabellos tostados. Un soplo de brisa caliente los esparce sobre mi rostro junto con granos de arena que picotean mis ojos. Siento la cabeza ardiendo, emanando un vapor de sesos gaseosos que se elevan vertiginosos, en espiral, hasta el sol redondo, brillante, iracundo. El salitre se deposita en lajas sobre mi frente apergaminada y las nuevas gotas de sudor se amontonan en montículos de sal hasta evaporarse en formas curiosas sobre mi piel.
Escucho el golpeteo de la arena en contra de mis cabellos, las frágiles trenzas que se deshacen y se separan de mi cráneo. Huyen mis pensamientos en el caos rojizo del mediodía y me siento no estar, a pesar del calor y los vaporones quemantes que ascienden desde la arena.
Añoro la lluvia, la humedad de agua en charcos negando el desierto. Los nubarrones oscuros refulgiendo lampos en el horizonte. Abro la boca y gesticulo dolorosamente, clamando por agua, clamando por vida. Soñando con las aguas que recorren todo, que salpican, chorrean, entran en mis ojos, en mi nariz, en mi boca...

-¿Qué ves?
La mano enguantada levanta la cabeza por los cabellos y observa con curiosidad los párpados cenicientos, las pestañas llenas de telarañas pardas y los labios agrietados que se mueven constantemente en un rezo silencioso. Luego, vuelve a depositarla sobre la arena, bajo el sol candente, en aquel desierto inmenso, total.
-Bichos raros, los tririos.

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