31 de mayo de 2006

Generaciones

Lucius Dimas cavó con sus propias manos en la tierra seca. Arañó la rústica superficie cubierta de piedras, compacto caparazón de lajas astilladas, sin hacerle caso al dolor punzante, ni a los colgajos de piel en sus dedos. Cavó incansable durante años incontables, hasta que descubrió el rostro de su padre. Con un esfuerzo final retiró el material que lo cubría desde hacía tanto tiempo y se derrumbó en un rincón del foso.
Jerónimo Dimas abrió los ojos y se dio la vuelta, se puso sobre sus rodillas, ignoró el cuerpo inerte de su hijo y comenzó a cavar. Utilizó sus dedos como arado y abrió surcos cada vez más profundos en el lecho de aquel agujero. No reparó en los días y las noches que se sucedían interminables a su alrededor. Cavó hasta que su carne no fue más que un pedazo de materia inanimada y sus brazos crispados se agitaban sin control. Su útimo aliento se difundió trémulo, pero apremiante, en cinco centímetros de suelo y estremeció un pensamiento postrero de su padre: Zacarías, abuelo de Lucius, y lo trajo a la conciencia y a la sensación perentoria de una tarea por cumplir.
Zacarías apartó el cuerpo de su hijo y empezó a cavar con frenesí. Al final de un tiempo indefinido desenterró a Jonás; eventualmente éste a su vez a Eneas y luego éste a Tomás... Secuencia inversa casi infinita de hijo a padre, de padre a abuelo, de abuelo a bisabuelo... hasta el origen de la genealogía. Excavando con las manos sangrantes en aquella tierra inhóspita hasta completar el ciclo, una y otra vez.
Solitaria tarea la de los condenados en la antigua meseta de Leng.

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