Garci Díaz de la Rebolleda corría a grandes trancos por la espesura. Todavía le parecía escuchar los gritos de los salvajes, de la indiada que había acabado con todo su grupo. Las ramas de los arbustos y palmas le azotaban la cara dejándole poco tiempo para ver cuál podía ser el mejor camino de escape. Sin embargo, corría a toda prisa tratando de ampliar la brecha entre él y el desgraciado lugar de la matanza.
Apenas tuvo tiempo de evitar chocar contra un enorme tronco que se hallaba tirado a medio camino entre dos de sus saltos desesperados. La madera estaba medio podrida y miles de caminitos de comején surcaban la superficie rugosa. En el salto rozó el tronco y dispersó una lluvia de madera e insectos. Cayó pesadamente al otro lado y le pareció oír los pasos presurosos de pies desnudos que le seguían. La desesperación del recuerdo de los cuerpos atravesados a flechazos lo acicateó en su huída y aceleró el paso. Volvió la enmarañada cabeza hacia atrás: sus ojos desorbitados vieron infinitos cuerpos broncíneos que se movían detrás del verdor omnipresente, todos imprecisos, todos borrosos, pero materiales.
En ese momento sintió como una de sus botas se engarzó en una raíz o una piedra que no debió estar allí. Perdió el equilibrio y comenzó a rodar por una pendiente de hojas y barro. La caída fue corta, pero ruidosa. Por primera vez desde que había comenzado a huir, escuchó voces que se gritaban entre si en una lengua que desconocía. Se levantó con dificultad y sintió un dolor punzante en la pantorrilla izquierda. Su fiel tizona ya no estaba en el cinto y palpó apresuradamente alrededor entre la tierra mojada y las matas, pero no había tiempo. Se lanzó renqueando hacia delante y volvió a construir caminos a través de la vegetación. En un esfuerzo supremo saltó por encima de una rama inclinada que se le interponía. Al otro lado de la rama sus pies no hallaron piso y se precipitó, sorprendido, en una negra oquedad sin fondo. La luz rápidamente huyó hacia la parte superior de aquella oscura boca de piedra. Algunos metros más abajo escuchó el primer chillido de un murciélago y sintió aleteos alrededor de sus cabellos revueltos. Una brisa húmeda y mohosa le golpeaba el rostro mientras se hundía a aceleración constante en la negrura. Sonido de alas. Sonido de agua. Eco de su grito de horror mientras caía inexorable. Segundo tras segundo, sin remedio, hasta el fondo mismo. Fondo de piedra y agua. Fondo de haitón inescrutable.
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