Profundo y voraz, el haitón se alimentaba de la selva húmeda. Los helechos, el musgo, las palmas, las hierbas, todo lentamente llegaba a su borde e inevitablemente se perdía en la profunda sima. El haitón no pensaba, aunque abajo, donde no llegaba la luz, descompusiera la materia en su más minúsculos componentes. Tampoco soñaba, pero dormitaba con la enorme boca abierta, oscura y húmeda. Los animales ya lo conocían y daban largos rodeos para evitar su aliento, pero las plantas atadas por sus raíces estaban condenadas irremediablemente a ser su alimento. Sus troncos caían verticales, todavía enhiestos, y recorrían decenas de metros antes de chocar con rocas invibles y volverse pedazos. Nadie oía su caída y menos su muerte oscura, a cien o doscientos metros de profundidad. Al final todo terminaba en un anónimo chapoteo. Mucho después las hojas podridas descenderían lentamente en espiral dentro del agua fría del lago en su interior y el haitón volvería pronto a devorar.
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