Ayer me vi transportado, sin moverme de mi trabajo, a las orillas de un turbuilento río selvático. Vertiginoso y violento, de oscuras aguas marrones que lamían las paredes del edificio y ocultaban lo que en alguna ocasión fueron las aceras y la avenida, el furioso recién nacido bramaba y se llevaba todo a su paso, arrastrando zapatos, botellas y barriles metálicos. La fuerza de las aguas que bajaban cual rápidos arrancó pedazos enormes del asfalto y se los llevó flotando al medio de la avenida transversal, donde las aguas se apaciguaban y los carros y las personas pastaban su asombro con el agua a nivel de las pantorrillas.
Alucinante fue ver los carritos minúsculos que se desplazaban, había algunos que más bien se deslizaban, como lanchones en medio de la crecida de millones de litros que bajaban sin control, infinitos y tumultuosos, desde la montaña. Desde las rejas del estacionamiento veía los rostros asombrados de los conductores, como en un sueño, algún viaje psicotrópico, digno de Dick, en plena avenida del oeste de Caracas. Al final, después de una hora de río embravecido, las aguas comenzaron a mermar. Una camioneta quedó anclada en el agujero de una cloaca pues su pesada tapa de metal, arrastrada por el agua, había llegado hasta el cruce y reposaba en medio de innumerables cascotes de asfalto. Los fragmentos de pavimento estaban ahora esparcidos como islas en un océano de agua y carros estacionados en el enorme estacionamiento que era la ciudad de Caracas.
En ese momento la tarde apenas comenzaba y me restaba un largo camino de regreso a casa.
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