Era un muerto muy singular, ya nadie recuerda desde cuando. Un guerrero antiguo, olvidado, oscuro, que cargó con su espada y perdió la vida en una batalla sin nombre. Quedó allí, tendido en la suave pendiente de la colina, junto a muchos más, junto a cientos de cuerpos mutilados. El sol y la lluvia, las aves carroñeras y los gusanos socavaron túneles en la carne muerta de sus compañeros, fundiéndose lentamente en la tierra. Pero él no, su cuerpo resistió la podredumbre y nadie entendió el macabro portento. Los años se diluyeron sobre su piel reseca y él permaneció, adherido al paisaje como una piedra gris; con la herida del vientre pardusca y dura como una concha.
Él, recostado en el suave declive, observaba con las cuencas vacías de sus ojos, resecas, la alternancia del sol y de la luna durante incontables ciclos. Su presencia atrajo a filósofos y escritores, pintores y ceramistas, hombres de ciencia y sacerdotes. Todos lo observaban en silencio, algunos señalaban su sueño de cuero viejo; otros admiraban su tenacidad y su anhelo de pervivir en la muerte. La mayoría sólo se sentaban a su lado, en silencio o le hablaban sobre sus sueños y pesadillas. Las mujeres le peinaban los escasos mechones de su cabellera y alisaban los flecos de su ropa raída. Algunos pocos acunaban su espada y humedecían con sus lágrimas el óxido ancestral.
Sólo los guerreros le temían, rehuían el campo donde descansaba desde hacía milenios. Sus cuerpos temblaban y apartaban el rostro cuando debían marchar por sus predios. Iban a la guerra y pretendían olvidar su existencia. Luchaban, morían, y en un fugaz instante final comprendían su destino.
En la colina, su mano plácida yace extendida, eones ha que abandonó su espada, entre sus dedos crece la hierba y él persiste.
(Escrito en 2004)
2 comentarios:
Muy Bueno, Jorge.
Este cuento ya es un clásico. Lo conocí a través de la Asociaciónd e Autores de Teatro de España.
Gracias y ánimo
Un abrazo
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